No lo niego, soy un lector fetichista.
Pese a tener al alcance mi pequeña lap top y no tener prejuicios de leer textos
“en línea”, mis manos siguen buscando el tacto del papel, soy de los que se
acercan al libro o el periódico, el rostro cerquita para oler la tinta, sentir
la textura -ufff ya hasta me excité-. Sucede que cuando mis amigos del Circo
Literario me comentaron que harían libros, formar una editorial independiente,
tuve un secreto placer al convencerme de que mientras haya seres con esa
convicción no se terminarán los libros impresos, porque una empresa editorial
de varo “y de prestigio” si ya no es negocio se cierra y a invertir en otra
cosa, pero una editorial independiente es sinónimo de rebeldía, de aguante, de
estilo de vida, de resistencia, de gusto, de placer, de emoción, de editores a
boca de máquina esperando las primeras impresiones, de júbilo cuando están bien
impresas, de entripados cuando hay una errata. Pura pasión pues.
No soy el clásico hombre que camina
con su camisa de cuadros y en la mano su bolsa de Gandhi, pero no los critico,
si tuviera varo así lo haría gustoso, más bien yo compro mis libros de viejo o
en las ofertas de los independientes y los meto en mi bolsita reciclable del
OXXO junto a mis galletas y cacahuates y me meto al Metro a leer y matar el
hambre. Reflexionando en esto de mi amor por lo impreso tuve una regresión a
mis primeras lecturas –les cuento rápido porque estoy en mi horario de trabajo-.
Mi abuelo José era de esas personas
del siglo pasado que se llamaban “cultas o librepensadores” medio hablaba tres
idiomas y leía lo mismo Mi lucha de Hitler que el Manifiesto Comunista, lo
mismo de religión que de anticristos, lo mismo a Verne que a Salgari, era medio
liberal y medio mocho, medio campesino y medio cool, medio malinchista y medio
mexicanista, en fin, una dualidad donde lo único cierto es que era mi abuelo,
lo que se comprueba por la orejotas que me heredó.
Su herencia en vida para mi padre –la
única que le daría por cierto además también de las orejotas-, fue una modesta
pero a la vez rica biblioteca que ocupaba de pared a pared y de piso a techo.
Era esa una puerta secreta que descubrió el niño que fui y que abría cuando me
deprimía. Ahí aprendí a oler los libros viejos, a sentarme en un rincón leyendo
o quedarme parado por horas descubriendo párrafos. De un libro me gustaba
aspirarlo, disfrutarlo, entenderlo, a veces rompiendo toda regla de buenas
costumbres leía el final y luego con la cruda moral leyendo todo desde el
principio. Crecí leyendo al Marqués de Sade, Víctor Hugo, Hesse, poesía
náhuatl, historia, pero también enciclopedias, tomos completos de fotos de la
II Guerra Mundial…creo que ese librero me
robó la inocencia.
Pero no crean que me describo como un
lector exquisito, la lectura de esos libros las combinaba con lecturas de la Familia Burrón , del Simón
Simonazo Chiss, del Calimán, del Hombre Araña, Fantomas y hasta con las
historietas del Goyo Cárdenas.
Luego llegaron las lecturas de Ibargüengoitia,
Taibo II, Márquez, épicas de las guerrillas y todo eso, alguna edición lujosa,
otras de las que llaman rústicas y otras, las muchas, de bolsillo, pero nunca
olvidé aquella pared, aquellos libros, aquella puerta a tantos secretos.
Luego me fui de la casa de mis padres
a la que siempre me han ligado las nostalgias, nostalgias que luego de
enredarse por los jardines y pasillos siempre llegan a sentarse justamente en
esa pared, en ese librero, en aquellos años, los años 70`s y 80`s. Luego, supe,
esa biblioteca perdió su don de adorno
de la sala y fue confinada en una habitación olvidada y empolvada por muchos
años, décadas.
A la muerte de mi padre se remodeló la
casa, un día de visita, nos volvimos a encontrar, entre cajas, muebles,
objetos, fotografías y papeles que se reunieron en una habitación para las
cosas que no se quieren tirar pero que nadie quiere tener, ahí estaban,
intactos los libros, mis libros, soy de los que opinan que los libros son de
quien los lee sin importar el nombre del propietario oficial. Entré de nuevo a
ese mundo, mis ojos se reencontraron con mis primeras lecturas, las pastas, las
páginas, las ilustraciones, las tipografías, al soplar la fina tierrita que
oculta las portadas se descubrían los títulos, se hacían reales al tacto,
estaban muy polvosos pero eran los mismos, ahí estaban como esperándome para despedirnos
y me despedí.
La divina Comedia, Cromwell, Nuestra
Señora de París, el Diario del Ché en Bolivia, Viaje al centro de la tierra, El
quijote,… no pude evitar una sonrisa al verlos, al reencontrarnos, los toqué,
los abrí, cambié páginas, dentro encontré papelitos con mis anotaciones en
letra infantil y juvenil. Por unos minutos, como si fuera un hoyo negro en el
tiempo, la puerta nuevamente se abrió…y dejé que el niño que fui caminara
dentro de esos libros. Mi bigote a la
Chico Ché se erizó y mi piel también.
Escogí algunos de mis favoritos ante
la mirada escrutadora de mis familiares, por lo que solo pude llevarme unos 30
libros para evitar que al hacer mucho bulto me hicieran regresarlos. Ahora los atesoro,
los guardo, acaricio con la mirada, con las manos, los tengo junto a mí en una
mesa cercana al sillón que me sirve de cama, solo me basta estirar la mano para
escoger un recuerdo, una complicidad, un sueño, una magia y reencontrarme con
aquellas letras, pero sobre todo, con aquel niño de ojos llorosos que fui.
Marihuanadas
La cabeza del
gato se marchitó
y por momentos
parecía casi desprenderse
del hermoso
cuerpo que aún le sostenía
una niña le
preguntó
el porqué de
tan extraña condición.
Es por la
curiosidad, le
respondió el
felino.
P.D.
Les dejo el regalo quincenal con este
video de la época psicodélica y los acitrones –si viven en México ya no los
necesitan-, amárrense sus cinturones y acompáñenme a viajar con la Flower Travellin'
Band cuyo cantante Joe Yamanaka murió hace poco.
http://www.youtube.com/watch?v=EDBdMnkcx0E